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Largas jornadas sobre la tierra

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   Estoy mirando a las estrellas, esperando que algo mágico suceda. Quizás que aparezca la figura inmensa de Dios, con un altavoz en la mano, anunciándonos el día del juicio final. O quizás que llegue algún platillo volante desde la constelación de Orión. Y a elegir:  o extraterrestres buenos que nos enseñan lo que somos incapaces de aprender, o extraterrestres malvados que nos aniquilan con su fulgurante láser de sus ojos.

   Sí, heme aquí: mirando a las estrellas, a las dos de la madrugada, en una Nochevieja más. Ha acabado la reunión familiar. Camino por la calle, cruzándome con gente vestida de manera supuestamente elegante. Son los que vienen de otras casas y se disponen a prolongar la celebración en alguna discoteca o sala de fiestas. ¿Y yo? ¿Me encerraré en casa y veré, antes de dormir, la televisión?  

   Sí, supongo que eso haré. Entretanto, me he sentado en el banco de la plaza, casi enfrente de mi casa. Es una noche fría. Y mi corazón, lejano y ausente, es como una de esas bolas fascinantes que al fin se olvidan en cualquier rincón de una casa; una de esas bolas que, si se agitan, provocan la ilusión de ver caer copos de nieve sobre una miniatura de idílicas casas aldeanas. A fin de cuentas, la felicidad nunca es duradera, no puede serlo porque el bienestar, la sensación de unidad con el mundo, de captación de la belleza y entrañamiento con ella, son sucesos tan breves y perecederos como los copos de nieve que caen y mueren. Cada vez más tiendo a la melancolía, lo sé. Incluso el futuro, ese mirar al cielo para buscar estrellas, para soñar cosas mágicas, es también una forma de melancolía.

   Sólo el presente es efectivo. Y lo es en una forma tridimensional y rebosante de pasado y futuro, ya que el presente nace y muere a cada instante.

   Bien: «¡arriba, caballero!», me digo. Y me pongo en pie y avanzo hacia mi casa, hacia la guarida de este hombre desengañado en que he acabado por convertirme. Y veo a una chica, rubia, mona, sentada en un umbral marmóreo, junto a la entrada de un restaurante chino.  Yo vivo a cinco metros de ese «chino». Observo la cara de la chica y parece enfurruñada.

   —¿Quieres un poco de compañía? —le digo.

   Casi no reconozco mi voz. Quizás me ha hecho efecto el champán que he bebido en casa de mi hermana.

   —¿Compañía? —Alza ella la cabeza y me mira con extrañeza, arrebujada en su abrigo fucsia.

   Debo de parecerle demasiado viejo para ella, que tampoco es un pimpollo, pero que con sus treinta y tantos años (eso le calculo) es joven en comparación con este lobo solitario que soy yo.

   —Bueno, te veo un poco mustia —le digo—. Iba a ver un rato la tele, algo de música de los 60 y 70. O una película. Si te apetece.

   —¿Tienes bebida, champán, o un cóctel molotov?

   —Champán sí tengo.

   —No sé. —Se pone ella en pie—. ¿Eres de fiar?

   —Demasiado.

   —¿Sabes? Estoy fastidiada. Gente a la que creía mi amiga me ha dejado tirada. Y encima, hace unos días, rompí con mi novio. No sé. Quizás no me importa si me estrangulas.

   —No tengo costumbre. A lo mejor soy yo quien no debería fiarse. Tienes unos ojos que brillan mucho. Podrías ser extraterrestre.

   —Pues sí, tío, lo soy: he venido de un planeta que está en el quinto coño del universo.

   —Un sitio ideal —le digo—. Bueno, sólo espero que no dispares rayos con tus ojos. En fin, ya sabes, te ofrezco un poco de compañía: ver a Encarnita Polo, champán o vodka, nada de molotov, y todo el desahogo que quieras.

  —¿Y por qué no? —se encoge ella de hombros—. Me apunto con tal que tengas trinquis. Aunque no sé quién es la Encarnita esa.

   Echamos a andar y poco después introduzco la llave que abre la puerta que lleva a mi piso.

   No cabe duda que esto es el presente: este corazón mío que empieza a arder como troncos de leña en un hogar. Este corazón donde muy ocultamente, tal vez, difusas como ilusiones, palpitan pequeñas casas bajo dulces copos de nieve.

   Alguna vez, las largas jornadas sobre la tierra producen alguna magia inesperada. Sea lo que Dios y las estrellas quieran. Y aquí paz y después gloria.

 

FIN

Largas jornadas sobre la tierra