Por el camino amoroso de Swann
¿Qué es el amor?
Sí, lo sabemos, pese a la pregunta casi retórica, necesitada, a modo de prólogo, de la aclaración de decir que hablo de la atracción intensa, apasionada, entre un hombre y una mujer. o una mujer y un hombre, cabría decir con más exactitud, ya que siempre es la mujer quien tiene en su mano la elección, la decisión, terrible, para el rechazado, y gozosa, para el afortunado.
Esto dicho, no está de más dirimir la simbología sintomática que afecta al enamorado. Al enamorado neutro, sin etiquetas sexuales, ni hombre ni mujer, ya que todos los enamorados, incluso los amantes rechazados, vienen de fábrica con corazón y cerebro. No hace falta decir que el corazón salió triunfante desde primera hora como pegatina o logo de la pasión amorosa. Habrá que convenir que con indudable justicia icónica. ¿Pero también científica?
Es una evidencia que la atracción física entre dos personas puede provocar, en el instante mágico del flechazo, en ese embelesador vis a vis, una indudable aceleración cardiaca y algo así como un bullir de nuestros pulsos. Así que no se trata sólo de la aptitud del corazón como símbolo idóneo que aúna el rojo vital de la sangre y el trazo sensual de un músculo tan parecido a las nalgas y a las formas curvilíneas. Admitimos como hecho científico, pues, esa alteración cardiovascular que a veces provoca la profunda excitación que llamamos enamoramiento. Por lo tanto, el corazón es a la vez símbolo y materia de una afectación orgánica llamada amor.
¿Y el cerebro? ¿Qué podemos decir de la parte contemplativa y ejecutiva? Aparentemente, en ese instante arrebatador en que sentimos golpeado el corazón, acelerados los pulsos, no hay intervención directa o consciente de la razón. Y en apariencia, así es y así debe ser. Pues si el amor fuera cuestión de razonamiento, tema de evaluación y ocupación de nuestra masa cerebral, estaríamos hablando de un amor apócrifo. El amor como pasión, como atracción visceral entre dos seres, exige la clausura del cerebro en su cráneo. Pues es condición inherente al amor la falta de razón, de ahí que acertadamente se defina el amor como ceguera o locura, o como tan propiamente dijo Ortega y Gasset: como «un estado de imbecilidad transitoria». Bien entendido que yo hablo del amor como ese suceso de conmoción que nos enajena por completo —y que no a todos los seres les es dado experimentar. Cualquier otra forma de atracción, exenta de esa pasión que nos alcanza de la forma inesperada que nos alcanza el rayo en la tormenta, no forma parte de este razonamiento escrito.
Y, sin embargo, pese al ámbito pasional y cegador del amor, es el cerebro, el oscuro rector de nuestro ser, el que de forma sibilina y silenciosa, honorable, desde la profundidad de sus tejidos blancos y subcorticales, subyacentes bajo la materia gris, permite con gesto magnánimo llevarse todos los méritos de su obra al corazón. Pues lo cortés de la mente no quita lo valiente del corazón.
Pero quizás lo mejor será ilustrar con un personaje relevante el laberinto del amor, esa encrucijada de pasión, ceguera y maravilla que tanto se parece a los recovecos de la materia cerebral. Veamos, a tal fin, la evolución de Swann en el primer tomo de la obra de Proust, allí donde en la Parte II, a la búsqueda de El tiempo perdido, Proust nos relata «Unos amores de Swann».
Swann conoce a Odette en el teatro, donde se la presenta uno de sus amigos. Swann es lo que podríamos llamar, contra el propio criterio de Swann, un estético bon vivant, un elegante mundano, si se quiere. Él tiene una alta opinión de sí mismo, pues se cree en superioridad moral contra la gran mayoría de seres vulgares que le rodean, vulgares en su círculo de gente bien y aristocrática. Ocupado sin esfuerzo en medir y considerar la belleza, en actuar con total pureza en temas de arte mediante el estudio y observación de las obras elevadas, sean piezas de música, cuadros, esculturas o libros, Swann se considera a sí mismo un eremita de la belleza, y sólo por la belleza, de la cual es esclavo y profeta, acepta los fastidiosos goces y la mundanidad de sus días artificiosos. Así, pues, éste es el hombre.
¿Y la mujer? Odette (la señora de Crècy) es simplemente una coccote, una entretenida, y ella lo asume y lo sabe, aunque ha tenido la fortuna de entrar en el círculo de los Verdurin, un matrimonio de ricos falsamente selectos. O más bien, Odette ha tenido la fortuna de entrar en el círculo morboso de madame Verdurin, que se sirve de ella como si fuera un sumiso peluche.
En esa situación, Swann conoce a Odette, y Odette lleva a Swann a casa de los Verdurin, donde Swann es muy bien recibido, pues, pese a tener acceso al Elíseo y trato con el presidente de la República, no se da aires ni alardea de su influencia social, lo que reconocen especialmente los hipócritas Verdurin.
Ahora bien, previamente a los Verdurin —como ya se dijo—, Swann conoció a Odette en el teatro. Y en ese instante, que es el radical del enamoramiento, no sólo Swann permaneció frío ante la presencia novedosa de Odette, sino que incluso le pareció que sus rasgos tenían un encanto más bien vulgar y rayano con la fealdad. Aun así, ante la insistencia de Odette, Swann acepta verla y acaba por entrar, de la mano de ella, en casa de los Verdurin.
Así, pues, no existe enamoramiento en Swann, no existe pasión arrebatada cuando conoce a Odette. Y ello se explica porque, además de ser un hombre maduro, Swann ha convertido su torrente sanguíneo en una avidez oportunista de placeres sensuales y experiencias intelectuales, en goces de elegancia íntima y refinada que no casan con la belleza vulgar de Odette. No sólo no se enamora de Odette, sino que la utiliza como un trofeo femenino que le rinde pleitesía por su superioridad mundana, mientras él, cínico bon vivant, antes de ir a ver a Odette a casa de los Verdurin, se desfoga carnalmente con una jovencita obrera.
Pero sucede un hecho, en apariencia irrelevante, que trastorna el sentimiento, frío y vanidoso de Swann, por Odette de Crècy. Una noche, habiéndose entretenido con su querida, Swann llega tarde a casa de los Verdurin y se encuentra con que Odette ya no está. Ese simple hecho, la privación que sufre de ver a Odette, provoca en Swann un arrebatamiento doloroso. Ahora bien, el proceso más natural del amor es primero una forma de enamoramiento positivo y noble, es decir, la pasión que nos arrebata por el deseo de gozar la cercanía de otro ser. Una vez producido esto, de manera casi inmediata, sin ser nosotros conscientes, se va levantando en nuestro interior la cruz y sombra de la pasión amorosa. Esa cruz es el dolor, el ansia que ya nos provoca la posible separación o pérdida del ser que de pronto se nos ha hecho tan imprescindible como inherente a nosotros mismos. Es así cómo Swann, que no amaba a Odette, pero que gozaba como rutina placentera la admiración de ella por él, se encuentra súbitamente con que le es negado el goce de llevarla, como cada noche, al hotelito donde ella vive. De pronto, a Swann le es arrebatado lo que para él carecía de valor: el halago y coqueteo de ella, el deleite consuetudinario de conducirla a su casa y de gozar el vasallaje de sus ternuras femeninas.
Y sufrido ese arrebatamiento, incapaz de aceptar que no podrá ver a Odette aquella noche, Swann inicia una búsqueda desesperada de Odette por los restaurantes de los bulevares parisinos. En el instante final, cuando él y su cochero se han cansado de buscarla, cuando Swann se veía abocado a asumir el dolor de la separación de Odette, de repente, en la esquina de un bulevar, tropieza con una persona que venía en dirección contraria: es Odette.
Sí, era Odette y también Séfora. Pues previamente, unos días antes, incapaz de poder amar a Odette por su vulgaridad, el refinado Swann, que tendía a vivir la realidad de manera vicaria, a costa de un voluptuoso goce artístico, halló que Odette se parecía a la representación que Botticelli había hecho, en un fresco de la Capilla Sixtina, de Séfora: la hija del sacerdote Jetro. Sucedió una tarde, en una visita en la que Swann llevó a Odette un grabado. Ella, que se encontraba indispuesta, recibió a Swann con una bata malva y el pelo suelto. Y al inclinarse Odette para mirar el grabado, con su dejadez lánguida, al doblar la pierna graciosamente, al inclinar la cabeza con sus grandes ojos fatigados, le pareció a Swann, en tareas de cirujano plástico mental, que en aquella faz elegíaca iba hallando los rasgos de la Séfora de Botticelli. Desde aquel momento, para Swann, Odette dejó de ser una mujer vulgar y se convirtió en objeto de contemplación artística, en goce materializado de belleza inmaterial.
Así, pues, cuando Swann sufrió en casa de los Verdurin la frustración de no hallar a Odette, a la encarnación de «una Botticelli», experimentó en su corazón el dolor de una desilusión que era a la vez pérdida carnal y espiritual. De algún modo, aunque en principio sólo creyera experimentar la pérdida de la vulgar Odette, de su sumisa admiradora, sin duda que su sangre refinada se vio dolorosamente agitada por la pérdida de la recreación artificiosa en que había transmutado a Odette.
Por eso, cabe imaginar el íntimo alborozo que experimentó Swann cuando, creyéndola pérdida, arrebatada de su rutina nocturna, la halló en una esquina de la noche parisina. Entonces sucedió lo que ya era inevitable que sucediera, lo que sucede cuando un ser se ha enamorado, es decir, cuando está ciego para las razones del mundo y sus ojos sólo tienen pupila para ver al ser amado. Así, sucedió que subieron juntos en el coche de ella, yendo detrás el cochero de él. Y aconteciendo que el caballo encontró un obstáculo y brincó asustado, Swann tomó en sus brazos a Odette cuando ésta se espantó ante la brusquedad sufrida. No sólo la tomó en sus brazos, sino que advirtió que a Odette se le había descompuesto el adorno floral de catleyas que llevaba en el pelo y el escote. De este modo, casi ruborizado como un colegial, pero apasionado como un colegial, Swann le pidió a Odette que le dejara arreglar las catleyas de su escote. Y así, parloteando y justificando su acción, Swann le introdujo las catleyas más adentro de sus senos, le pidió permiso para oler estas catleyas constreñidas en los pechos femeninos, y después le acarició a Odette la sonrosada mejilla florentina y bíblica, pareciéndole que nunca había sido más hermosa, artística y desfalleciente una encarnación humana. Swann la miró entonces largamente mientras ella componía el gesto pudoroso y lánguido de la entrega, y después la besó en los labios.
Más tarde, al llegar al hotelito de ella, a su vivienda coqueta y rebosante de chinoiseries, Odette se le entregó. Sí, hicieron el amor. Y tal vez aquí se podría poner punto final a este breve escrito sobre el proceso de enamoramiento de Swann. Muchos ya saben lo que acontece después en esta historia. Nada que no suceda en una gran parte de otras historias de amor. Sí, nada que Swann no se hubiera comprometido a padecer por el hecho de haberse enamorado de Odette. Después del cenit erótico, tras el clímax resplandeciente, se inicia el descenso del éxtasis, llegan las dudas y los celos, acaso el desgaste y la perdida de lozanía del amor, todo lo que al fin culmina en un proceso de ecdisis humana, es decir, la muda de la piel enamorada por la ordinaria piel anterior, la pérdida de los tegumentos deslumbrantes y la caída de la venda que nos había cegado.
Así, en el caso de Swann, su ceguera con Odette le había llevado a no querer saber nada de su vida anterior, pese a que alguien, cuando aún no se habían conocido, ya le había hablado de ella como de una simple ramera. Justamente, en el momento en que Swann llega al punto máximo de su dependencia de Odette, al punto en que, por virtud de su vida artificiosa, la ha idealizado como encarnación artística para poder amarla carnalmente, es cuando se suceden actitudes sospechosas por parte de Odette que llevan a Swann a descubrir que su rendida enamorada, su vulgar e ingenua Odette, le ha estado engañando con uno de los nuevos introducidos en el círculo de habituales (el cogollito) de los Verdurin.
No sólo descubre que Odette le ha estado engañando con el barón de Forcheville, sino que lo más terrible es que, en la noche sagrada de su enamoramiento, en la noche de las catleyas, cuando él la suponía su admiradora sumisa, ella ya se había visto en esa noche con Forcheville. De modo que, en aquellos momentos en que él la buscaba desesperado por los bulevares de París, ella estaba retozando en esos instantes con Forcheville. Además, descubre Swann que también Odette ha dispensado los favores de su cuerpo a la señora de Verdurin. Ah, sí, también la hipócrita dama de los salones, la madama sinuosa se ha dejado reverenciar por su dócil protegida y ha gozado a escondidas, entre chinoiseries, el placer de la intimidad femenina.
Al final, caída Odette de sus ensueños, vencido en su refinamiento, Swann acaba por pensar que ha dedicado lo mejor de su pasión amorosa a una mujer que no le atraía físicamente, a una mujer que no era su tipo… Y sin embargo, tiempo después, pese a estos lances y tormentos, Odette de Crécy terminará convirtiéndose en la señora de Swann. Pero eso es ya otra historia que prolonga el misterio de las relaciones humanas y amorosas, y que excede el ámbito y propósito de este escrito.
***
Así, pues, observado el personaje Swann, el cobaya humano Swann, ¿qué diremos de él sobre la preponderancia del corazón o el cerebro en el proceso amoroso? La secuencia que ha seguido Swann en su trayectoria erótica con Odette ha sido ésta: primero, cortesía discreta; luego, pasión; al fin, decepción. Si a esta secuencia le aplicamos valores de corazón o cerebro, se tendría entonces: cerebro, corazón, cerebro. (Ya se ha hecho mención a la irregularidad del sentimiento de Swann, pues lo más habitual suele ser el flechazo, el rapto inmediato de nuestros sentidos por la irrupción deslumbrante de otro ser; de modo que la trayectoria más natural es: pasión, primero; rutina o desengaño, después; es decir, paso de corazón a cerebro, de resplandor brillante a simple bujía o penumbra).
En consecuencia, lo primero que habría que decir es que el enamoramiento, ese pase al estado de imbecilidad transitoria que dijo Ortega, se produce en cada persona de una manera distinta en atención a su intransferible individualidad.
La segunda consecuencia, más primordial y menos evidente, es que el cerebro interviene en el proceso del amor. Se dirá que a posteriori, una vez que decae el embeleso y la pasión se vuelve fláccida y entonces la intervención de la realidad (dudas, celos, convivencia) nos afloja el nudo de la ceguera y la venda termina por caer.
Sí, y sin embargo, ¿acaso el cerebro no ha chisporroteado ya previamente con chispas rojas en nuestras venas y arterias, acaso nuestro cerebro, mediante incesantes descargas eléctricas, no ha inscrito ya el neón de una o varias imágenes en el musculoso corazón y ha dejado allí impresos, invisiblemente, uno o más biotipos determinados de hombre o mujer, una forma de ser y producirse que ya está inculcada en nosotros desde la primera circulación de la sangre y que alcanza a lo más hondo de nuestras entrañas, de modo que sin saber cómo, sin haberlo premeditado nosotros, con habitualidad y alevosía inalienables, nuestra pasión va a terminar agitándose y decantándose por aquellos específicos seres concebidos por la determinación de nuestro cerebro? Y todo ello, tras el acuerdo íntimo que han ido trazando, en nuestra mente, nuestra razón y nuestro sentimiento.
La conclusión última, pues, es que el cerebro está en los preparativos y en la conclusión del amor, y que compete al corazón ser logotipo y aposentamiento del amor.
FIN
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